¿Tendremos la educación financiera que nos merecemos?
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Espero que muy bien pese a que se vivieron semanas movidas en los mercados. Primero fue el derrumbe del Silvergate Bank, el Silicon Valley Bank, el Signature Bank el salvataje al First Republic Bank, en los Estados Unidos; después la absorción forzada del segundo banco más grande de Suiza (el Credit Suisse) por parte del primero (UBS) y, en los últimos días, el tambaleo del Deutsche Bank, el mayor banco de Alemania.
Pero no se preocupen, que no vengo a escribirles hoy sobre los detalles de esta crisis, los motivos ni sus responsables, ni tampoco para compartir con ustedes las últimas novedades al respecto, porque sé que todo esto lo encontrarán fácilmente por ahí, en cualquier diario o portal de noticias decente.
En medio de esa marea oscura que provocó temor en muchos países, la FED (el Sistema de la Reserva Federal) salió, una vez más, al rescate. O, mejor dicho, al salvataje. Porque no se trató de llevar tranquilidad al mercado explicando que los bancos integrantes del mismo estaban sólidos, ni de modificar alguna regulación de manera de darles más cintura a la hora de operar, sino que se garantizaron todos los depósitos de los ahorristas, prácticamente nacionalizando la banca.
¿Esto está bien? Leí y escuché a varias personas, incluso dirigentes que dicen defender las banderas del liberalismo, bancar fuerte esta decisión. Que no se están protegiendo bancos sino a sus clientes, que cualquier otro camino sería más doloroso, que en última instancia se trata de salvar al mercado, un mercado que según el liberalismo tal cual lo entendemos algunos –por suerte, la mayoría– desde un punto de vista teórico, no necesitaría de un Estado, de un presidente ni de un Congreso para funcionar. Lo que necesita el mercado es, justamente, libertad. Y hacerse cargo de esa libertad porque, como siempre decimos, la libertad implica responsabilidad, implica hacerse cargo.
Quienes invierten, quienes dejan su dinero en manos de instituciones financieras con el fin de ganar más dinero, para estar más seguros, o simplemente por una cuestión de comodidad, saben que están asumiendo riesgos. Ni hablar de quienes invierten en instrumentos financieros como acciones, bonos, fondos de inversion y productos estructurados. Y, si no lo saben, deberían saberlo. Está bien querer ganar dinero.Está muy bien, de hecho. Porque en esa búsqueda de ser ricos, hacemos también ricos a otros, dando empleo, invirtiendo y hasta consumiendo. Pero no es el Estado el que debe darnos una respuesta cuando los resultados no son los que queremos, ¿o sí? No podemos ser capitalistas en las buenas y comunistas en las malas. ¿Asumimos riesgos? Bien. ¿Ganamos? Genial. ¿Perdemos? A bancársela.
Por otro lado, si dentro del rol del Estado estaría el de salvar empresas, ¿por qué limitarnos a bancos? ¿Por qué no salvaron a Blockbuster, a Kodak o PanAm?
Les voy a contar una historia.
Había una vez una familia de las que suele llamarse “familia tipo”. El padre, la madre (dejo a vuestro criterio el sexo y el color de ambos, a fin de no herir susceptibilidades) y dos hijos. Los dos adultos trabajaban. Los niños iban a la escuela. Vivían una vida tranquila, común, sin sobresaltos. Todos crecieron. Los niños se hicieron grandes y uno de ellos, el mayor, un día –todavía joven, pero con edad de tomar decisiones– armó su bolso y decidió que quería volar. Quería hacer su propia vida. Dejar la casa familiar. No tenía dinero, pero sus padres le prestaron algo, los pocos ahorros que tenían. Y el chico, ahora joven, se fue.
Se fue y vivió durante un par de años gracias a esos ahorros: compró joyas y las revendió a un valor mayor; puso un pequeño local en una playa y multiplicó sus bienes; hizo de todo y en casi todo le fue bien. Conoció a un hombre que dijo poder cambiarle la vida. Tenía el negocio más rentable que el joven había conocido jamás. Una inversión mínima podía transformarse en algo monstruoso. Y ahí fue el joven: apostó a esa empresa que al poco tiempo empezó a dar sus frutos. Disfrutó de esas mieles durante unos meses, hasta que esos frutos comenzaron a reducirse, a secarse, hasta desaparecer por completo. El joven no supo qué hacer. El hombre, el que iba a cambiarle la vida, no tuvo respuestas. Él también –dijo– había perdido todo. Y el joven, entonces, decidió emprender el regreso. Volvió a su casa, donde sus padres lo esperaban con la puerta y los brazos abiertos para cobijarlo, para darle de comer, para hacerse cargo de sus gastos y para cuidarlo hasta que tuviera una nueva oportunidad.
La pregunta que uno puede hacerse acá es si está bien lo que hicieron esos padres y si está bien lo que hizo ese hijo.
Mi opinión es que sí, que está bien. Muy bien. ¿Para qué estamos los padres, si no es para apoyar incondicionalmente a nuestros hijos, en las buenas y en las malas? La diferencia con lo que hablábamos antes, amigos míos, es que el Estado no es nuestro padre. No lo queremos de esa manera. No tiene por qué salvarnos. No nos dio la vida. No nos dio de comer. No queremos pedirle nada. Ni deberle nada.
Espero que les haya gustado esta historia y que los haga pensar, como yo estuve pensando estos días. Así soy: liberal en las buenas, liberal en las malas.
Y volviendo a la intervención del Estado, no tengo ninguna duda de que, si la FED hubiera dejado caer muchas más instituciones financieras allá por 2008/2009 y hubiera manejado las tasas de manera de mostrar el verdadero riesgo de las inversiones que realizan día a día los particulares, hoy Silicon Valley Bank y Signature Bank muy probablemente estarían aún entre nosotros, y el sistema financiero sería mucho más sólido que como es en la actualidad.
Estoy convencido que los groseros errores de la FED de estos días, que surgen de una visión errada sobre el rol del Estado, de elegir el camino cómodo por sobre el correcto y de priorizar el corto plazo por sobre el largo, se pagarán, y muy caro, de aquí a un tiempo.