En estos momentos en los que el mundo habla de un solo tema, yo quiero sacarlos de ahí por un rato. Meterlos en una historia que, seguramente, sea parte de la historia de muchos.
Quienes vivimos parte de la infancia o la adolescencia entre los años 80 y 90, pero también quienes fueron o son apasionados por esas décadas, vimos las películas de Rocky. Y probablemente no sólo las vimos: las disfrutamos, las sufrimos, las hicimos propias. Jugamos a ser Rocky Balboa pegándole puñetazos a alguna almohada, repetimos frases famosas de la saga, debatimos sobre cuál de los rivales de Rocky era más difícil y hasta jugamos a saltar escalinatas para llegar a la cima con los brazos en alto, a los saltos, tarareando o gritando la música de la película.
Rocky Balboa: un joven boxeador de Philadelphia, de limitados recursos y baja educación, que es aprovechado para pelear contra el campeón estadounidense, Apollo Creed, educado, exitoso y multimillonario que necesita recuperar la atención americana y elige, para eso, un rival de barrio, desconocido, un cualquiera.
Todos sabemos lo que pasa en este tipo de películas: el mendigo le gana al millonario, la bondad sobre la maldad. No defrauda en eso, ni en el romanticismo (Rocky se pone de novio con la vecina del barrio, una empleada de una tienda de mascotas), ni en la intensidad del combate de box. Y un primer éxito deriva en una saga: en Rocky II vuelve a pelear contra Apollo Creed, la revancha entre campeones; en Rocky III aparece un personaje malvado, Clubber Lang, interpretado por un famoso de la época: Mr T, protagonista de la serie Brigada A; en Rocky IV, la escenografía se traslada a la Unión Soviética, donde el boxeador americano no sólo enfrenta a Ivan Drago, sino también al comunismo; en Rocky V, ya retirado, reaparece Balboa para entrenar a un joven; luego hay otro film, Rocky Balboa, donde combate por orgullo contra el joven del momento.
Lo que no aparece en esta enumeración es el lado B. Una arista que tenemos internalizada, que vemos como parte de una cotidianidad, que aceptamos como algo normal. Como dice el slogan de un canal de cable: “Pasa en las películas, pasa en la vida, pasa en TNT”
Repasemos:
Tenemos, a simple vista, un problema habitual: la fama apresurada, la falta de asesoramiento, la ausencia de planificación de un patrimonio conseguido sin siquiera soñar con él. Una realidad demasiado común en jugadores de fútbol, de básquet, atletas en general, y también en artistas. De eso hablo en mi último libro, Planificación patrimonial para celebrities, pero de eso se habla poco en la vida. Porque eso es, para nosotros, la vida. Lo que vemos y atravesamos.
Convivimos con famosos en la ruina; con familiares que hacen malos negocios y pierden lo conseguido; con hijos que tienen que hacerse cargo de deudas familiares; con peleas entre hermanos por los bienes de las empresas de los padres. Es tan habitual que luego, cuando esas historias llegan a la pantalla grande, son un éxito (el último caso, tal vez, sea Succession, la serie en la que cuatro hermanos pelean por ser los herederos del padre, un exitoso empresario).
Porque son nuestras historias. Nuestra historia.
Por eso quería hablar de Rocky esta vez. Para recordarlo y recordar con él lo que vivimos a diario sin prestarle tanta atención, o sin buscar soluciones realistas, generalmente –con un buen asesoramiento– al alcance de la mano.
No, no tenemos que ver como algo normal que alguien gane mucha plata y la pierda enseguida. No tenemos que ver como algo normal que los negocios familiares terminen generando problemas entre los sucesores. No tenemos que ver como normal que al morir nuestros padres tengamos que ver qué hacemos con los bienes familiares. No. Hay muchas herramientas para evitarlo. Para organizar. Para prever. Para planificar.
Eso debería ser lo normal. Y es una batalla que, como la que enfrentamos contra los infiernos tributarios, a favor de la competencia fiscal y de la libertad, tenemos que ganarla.